Don Cactus

 Cuando por fin aparcamos la furgoneta en la parcela 242 del camping “Don Cactus”, suspiró y me dijo:

  • No sé por qué no hicimos esto cuando éramos jóvenes.

  • ¿Nada más llegar y ya estamos con los reproches? ¡No te ha dado tiempo ni a poner el freno de mano, nena!

Nos dio la risa. Llevábamos riéndonos desde que salimos por la mañana, pese a que el viaje fue algo accidentado o, más bien, precisamente por eso.

  • ¡Pues porque casi morimos por el camino! Si se nos da así la aventura siendo adultas, no quiero ni pensar dónde hubiéramos acabado de habernos hecho una escapada de jóvenes - continué diciendo.

De nuevo, carcajadas.

Lo cierto es que el viaje había sido una consecución de pequeñas catástrofes que conseguimos salvar con gracejo. Nuestro talante nos hizo conservar el buen humor en todo momento y los infortunios quedaron pronto en meras anécdotas.

  • No sé, amiga, supongo que todo llega cuando tiene que llegar. Estábamos a otras cosas con esas edades. Tú estabas buceando entre tus libros de Derecho, estudiando veintisiete horas al día. Yo, sumamente perdida en mi depresión juvenil, sin saber qué hacer con mi vida... no teníamos la cabeza para darnos escapadas.

  • Sí, puede ser... ¡venga, vamos a montar el chiringuito!

Yo no sabía hacia dónde nos dirigíamos cuando salimos del pueblo. El viaje era mi regalo de cumpleaños y mi amiga quería darme, al menos, la sorpresa del destino. Cuando llegamos a Calahonda se me agarró a la garganta un recuerdo.

Aquel lugar era la mitad del camino al pueblo de mi abuela y la entrada a la playa que cogimos estaba a tan solo unos metros de donde mis padres y yo parábamos a desayunar cuando era niña. El gen arriero de la familia se nos despertaba y hacíamos un alto en el camino en una actualizada venta, donde conseguía asentar un poco el malestar de estómago que me atenazaba, fruto del tortuoso camino plagado de curvas.

Decidí no compartir aquel recuerdo con mi amiga. No creí conveniente dar un zarpazo nostálgico a un ambiente tan animoso. Menos aún cuando habíamos logrado darnos la muy postergada escapada.

Mientras sacábamos y montábamos la mesa, las sillas y el toldo, trazamos el plan del día. Lo primero de la lista era ir a darse un baño para refrescarse.

La playa de Carchuna es muy curiosa. Bajo el agua no hay arena sino rocas, prácticamente llanas y recubiertas de algas que las hacen especialmente resbaladizas.

Cuando una intenta ponerse digna a partir de los cuarenta y la morfología del paisaje no lo permite, puede ser muy frustrante... o muy divertido. Nosotras optamos por la segunda posibilidad y nos fuimos metiendo en el mar imitando al gran Chiquito de la Calzada. La salida del agua la hicimos reptando.

A la vuelta nos hicimos con unas cuantas Alhambras, frutos secos, pan de molde y chacinas en el supermercado del camping. Mientras preparábamos los sándwiches, repasamos el itinerario del día. Después de comer nos echaríamos una pequeña siesta. A continuación, nos iríamos de nuevo a la playa. Luego de dar un paseo nocturno por el pueblo, cenaríamos y tomaríamos una copa en el chiringuito de al lado del camping.

Nada salió como planeábamos.

La sobremesa se nos alargó tanto poniéndonos al día de nuestras vidas, que se nos hizo muy tarde para dormir la siesta. Al no poder descansar, estábamos demasiado amodorradas para ir a la playa, así que decidimos hacernos otro café y recitar poesía de una antología que traía ella en la mochila, con el acicate de dramatizarlas con voces cómicas para mantenernos despiertas y risueñas. Pedimos perdón a los poetas y a las poetisas, pues enseguida nos dimos cuenta de que la carga solemne de sus poemas se iba al traste en cuanto imitábamos a algún político o personaje público de la prensa amarilla al declamarlos. Para cuando llegó la hora de ir a dar un paseo, ya estábamos baldadas de caminar por el recuerdo de nuestros respectivos pasados, tratando como siempre de darles sentido. Y la cena en el chiringuito no era tan buena idea al fin y al cabo, pues en la cocina de la furgoneta camperizada había pasta para cocer y latas de encurtidos con la que acompañarla. De esa forma no cortábamos el flujo de la conversación, que había llegado al punto de hablar de nuestros proyectos futuros, de la incertidumbre, de miedos, de nuestros sueños...

Se acabaron las Alhambras. Desplegamos y preparamos las camas. A mí me tocó la de arriba. Hacerla fue toda una hazaña pero era francamente cómoda y me auguré un buen descanso.

Nada más lejos.

Al poco de acostarnos, se desató una tormenta sobre el camping. La ventisca era muy fuerte y sacudía la furgoneta con violencia. Llamé a mi amiga, pero no contestaba. Se había quedado frita en cuestión de segundos. Arriba se sentía más la furia y los latigazos del vendaval. Me puse boca arriba, estaba asustada. La punta de mi nariz estaba a 15 centímetros del techo de la furgoneta y me obsesioné con la idea de que un remolino arrancaría el árbol de la parcela en la que estábamos, que caería sobre el auto y me aplastaría. ¡Moriría ahogada! No podía dormir.

Pasado un tiempo considerable, mis oídos consiguieron hacerse al sonido del viento y mi cuerpo a su vaivén y caí en el sueño.

  • ¡Buenos días! - dije asomando mi cabeza a los pies de mi cama, sonriendo al revés a mi amiga, celebrando seguir estando viva. - ¡Te invito a desayunar en Calahonda!

Nos dimos otro baño, más rápido y grácil que el primero, pues ya conocíamos el medio y teníamos que dejar la parcela. Recogimos el tinglado. Subimos a la furgoneta para deshacer el camino y volver a casa, transitando la misma carretera que tanto sufrí siendo niña. La carretera con la que, al fin, logré reconciliarme.

¡Subidas en aquel gran vehículo el horizonte era tan amplio!

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