La memoria del huerto
Hoy
daría lo que fuera por ir a recolectar parte de mi memoria al huerto
de mi abuela. Hoy abandonado, antaño tan vivo y tan poco valorado
por urbanícolas como yo. Hoy y siempre, la tierra donde se
asientan mis raíces.
No
quiero reprocharme nada. Sé que le pasaba a muchas, que no solo para
mí era una auténtica pesadilla ir al pueblo en vacaciones.
Las
carreteras de antes no eran las de ahora. Por aquel entonces, ya
salía una indispuesta anticipando el penoso viaje que tenía por
delante. No alcanzabas a ver compensadas las interminables horas por
aquella carretera plagada de curvas con el plato de migas que te
esperaba al llegar. Hasta que te llevabas la primera cucharada a la
boca...
¿Qué
recompensa podían tener los ataques de alergia que todo el tiempo te
hacían tener los ojos hinchados y temer la aparición de un episodio
de asma? No perdonaba que un lugar tan limpio, en comparación con la
ciudad, me rechazara de aquella manera. Hasta que comprendí que las
plantas se defienden así con sus pólenes de la contaminación de
las cada vez más gigantescas áreas urbanas.
Era un
suplicio tener que aguantar a las amigas de la abuela diciéndote con
aquel deje agudo y mientras te pellizcaban el moflete: ¡Ay, pero
qué gordita está! Para adivinar demasiado tarde que era el
mejor piropo que te podían echar.
Tener
que soportar el incesante escrutinio de los lugareños arremolinados
en la plaza, gentes de apodos peculiares, con un sentido del humor
cáustico y cortijero que nunca llegué a entender del todo y que me
examinaban hasta que, al fin, ubicaban mi parentesco.
Entonces,
y solo entonces, pasaba a ser una más.
Así
transcurría la primera jornada, perdonando pullas y sonándome los
mocos.
Eran
visitas que hacían darme de bruces con el desarraigo por un lado y
encararme con la tradición heredada por otro. Y, de repente, una
identidad aletargada por las luces de neón se despertaba al arrancar
un primer higo, pelarlo estando aún tibio, comerlo en dos bocados y
tirar la cáscara a la tierra sin pudor. Ése era el ritual
iniciático de cada verano, el que te situaba en el lugar, aunque
siempre salpicado de interacciones subversivas. ¡Así no,
zopenca! ¡Así te cargas la mata! Por fin, te sentías en casa.
Pese a dormir en un catre. Pese a que la ropa no era nunca la
adecuada, aún menos los zapatos.
Una
vez soltada la retahíla de prohibiciones: ten cuidado, no toques a
los gatos, no te acerques al gallo, no te subas a la parra, y sus
consecuentes “que sí, mamá”, corría rauda y veloz hacia el
huerto a jugar con mis primos.
Lo
daba todo en aquel huerto. Tener los ojos llorosos, sin apenas poder
ver un pijo, merecía la pena por estar en aquel pedazo de tierra
repleto de magia. Donde había vides, jaulas vacías, almendros, un
grifo con manguera, naranjos e higueras, conejos y gallinas, y aperos
de labranza, había para nosotros, como niños que éramos, un mundo
de posibilidades infinitas.
Allí
todo estaba por descubrir entre nuestras inquietas manos e
interpretar por nuestros curiosos ojos. Allí volaban la imaginación
y las horas.
- ¡Niña! ¡Vete a con tu primo a recoger un mandaillo ancá Lola! - sonaba la voz de mi abuela desde la terraza.
- ¡Pero es que ahora estamos jugando!
- ¡Es solo un momento!
Y así
era como mi primo Antonio y yo, los más pequeños de la casa,
teníamos que encargarnos de ir a la tienda de ultramarinos de Doña
Lola, hatillo de la abuela en mano, con las monedas contadas en su
interior. Nos acercábamos a la tienda y ella ya tenía preparado el
mandao y un sonoro ¡Pero
qué grandes estáis, mare mía! Los
dos quedábamos cautivados por la apariencia de aquel negocio.
Mal iluminado, sí, pero recargado de todo tipo de latas, paquetes y
botellas. Un pantone de víveres que nos dejaba impresionados
para todo el día.
A la
hora de la siesta, inspirados por aquella visita y por jugar a algo
menos estridente para no molestar, bajábamos de los árboles y
dejábamos de corretear a las gallinas para montar una tienda de
alimentación. ¡Teníamos de todo!
Al
despertar, mi padre se acercaba a ver qué hacíamos, arrancaba una
ramo de uvas que devoraba con pasión, se refrescaba la cara con el
agua de la manguera y venía a contarme algún recuerdo de su
infancia:
-
Mira, hija mía, el diente me lo partí en este escalón y el brazo
al caerme de aquella higuera. Antes teníamos una mula. El abuelo iba
vendiendo pueblo por pueblo...
El
anecdotario se engrosaba poco de un verano a otro, pero a mí siempre
me parecía escuchar aquellas historias por primera vez.
Y así
se sucedían los días hasta que llegaba el último. Para entonces ya
no querías volver a la ciudad y no entendías por qué te habías
puesto tan testaruda para no ir al pueblo. En realidad, ni te
acordabas de las pataletas.
Llegaba
el inexorable momento del exilio cíclico. Mi abuela despidiéndose
desde el quicio de aquel caserón del que nunca salía. Anda,
llévate unos higos para el camino. La visita quedaba de nuevo
impregnada de melancolía.
Ahora
sé que eso era lo que quería evitar desde un principio... ese
azote de la nostalgia, esa tristeza del adiós, ese vacío anegándome
el alma por tener que marcharme.
Y así
un año tras otro... hasta que ya no volví al huerto, ni a ver a mi
abuela.
Paloma
Lirola
Qué bonito Paloma!!
ResponderEliminarGraciaaas!! ^_^
EliminarQué bonito Paloma!!
ResponderEliminarGraciaaas!! ^_^
EliminarMe encanta. Viajé contigo al huerto y amé los higos.
ResponderEliminarMuchas gracias!
EliminarQue preciosidad paloma, cuantos recuerdos se me han venido a la cabeza . Un besazo
ResponderEliminarMuchas gracias, un besote!
EliminarHermoso Paloma! Me recordaste similares vivencias en el huerto de mis abuelos y de mi madrina, que vivía frente a ellos. Esa era mi perdición porque ella tenía gallinas y yo corría cafa vez a ver si hablen puesto huevos.
ResponderEliminarLos abuelos tenían una planta de quinotos, me hacían saltar las lágrimas de ácidos, pero era una tortura que me encantaba. Y por supuesto ciruelos, parrales, limonero, naranjo, rosedales... cómo aprendimos nosotras idiomas y programas de computación a cambio de no tener huerto ni gallinas...
Del abuelo saquéel amor por las herramientas y los cacharros y de la abuela la costura y las plantas.
Gracias por estos hermosos recuerdos tuyos que revivieron los míos!!
¡Qué bonito! Qué suerte la mía de poder con mi relato traer tan bellos recuerdos. Acá sigo escribiendo, recordando e inventando a la par :) ¡Y te mando un abrazo!
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