Frágil
(Relato publicado en el número IV de la revista MADERA, Berlín, Marzo de 2018)
Un día
me rompí. Resbalé, caí y ¡me rompí! Quedé esparcido por el
suelo hecho pedazos y, de un solo cepillado, acabé en el recogedor
junto a tres pelusas grasientas y dos granos de maíz espachurrados.
De ahí nos lanzaron sin piedad al cubo de basura. Después, todo
quedó en silencio. ¡Con el estruendo que había armado unos
segundos antes!
Yo era
un buen tarro. Creía que me había ganado un puesto de confianza en
aquella alacena, en aquella casa, con aquella familia. Pensé
ingenuamente que tratarían de recomponerme. ¡Qué equivocado
estaba! Algunos de mis añicos quedaron repartidos durante años
entre los bajos de la nevera y de la lavadora, soportando un calor
pegajoso y el incesante ronroneo mecánico.
Era un
buen tarro. Robusto, espacioso y de un cristal excelente. Era la
envidia de la despensa. Llegué trayendo unos deliciosos e imponentes
pepinillos. Después me reutilizaron para guardar garbanzos, hojas de
laurel y café. De éste último quedé algo tiznado e impregnado de
un denso aroma que me costó mucho olvidar.
Roto
ya por siempre, comencé una andadura interminable. Del cubo al
contenedor. De ahí a la planta de reciclaje. Iba perdiendo
fragmentos en cada alto del camino. Ya en el vertedero, quedé solo,
brillando, coronando una montaña de deshechos. Llamé la atención
de un pájaro que con su pico me alzó por los aires, quizás para
hacerme parte de su nido. Al fin iba a formar parte de algo, de
nuevo.
Pero
volví a resbalar. Y volví a caer. Esta vez al fondo del mar.
Tardé
años en ser arrastrado a la orilla.
Hoy
estoy varado en una playa, entre piedras y trozos de azulejos. A
veces, enredado entre algas secas. Esperando a que alguien me escoja.
Hoy
soy sólo un fragmento de lo que fui.
Un
buen tarro.
Fuente: Pixabay |
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